Artículo publicado en febrero de 2024 en el n.º 13 de El Aedo, la revista monográfica de AEDA que, en este número, se dedica a "los cuentos para". Podéis descargar la revista aquí.

 

Contar y educar

 

Esta es la quinta temporada en la que estoy contando cuentos, cada semana, en Radio Nacional de España. Cinco años que suman, a estas alturas, más de 300 cuentos. Cuando comenzamos, allá por 2019, en el primer programa expliqué que no precisaba música de fondo ni efectos especiales ni nada, solo necesitaba tener alguien de público, alguien a quien contar, alguien a quien mirar y con quien compartir la historia que iba a contar. De vez en cuando, especialmente cuando comenzamos temporada, Ciudadano García, el presentador y director del programa, vuelve a comentar por qué no hay musiquita ni efectos especiales ni nada más que la voz desnuda. 

Bueno, pues a pesar de esta insistencia y a pesar de que se trata de un público bastante fiel a García (estable y habitual, de hecho), no es raro encontrarse de vez en cuando con algún comentario en redes sociales o en el contestador del programa del tipo «¿No quedaría mejor el cuento con algo de música de fondo?». 

Existe un prejuicio, una idea fuertemente asentada, que sostiene que los cuentos en la radio son mejor con música de fondo. Quizás tenga que ver con otras experiencias de cuentos dramatizados en décadas anteriores en la radio, no sé, lo que sí sé es que esta idea tiene un fuerte arraigo y llevo cinco años encontrándome con ella en la radio. Y no estoy hablando de cuentos que incluyen cancioncillas ni de propuestas narrativas en las que cuento y música se trenzan para articular una historia (como ocurre en algunos espectáculos de narración oral con músicos). No, estoy hablando de contar mientras suena de fondo una musiquilla, lo que para mí es incompatible (o se escucha la música o se escucha el cuento) y, sobre todo, no es para nada habitual (no conozco a narradores o narradoras populares que se pongan música de fondo cuando van a contar cuentos, por ejemplo).

 

Pero los prejuicios, las ideas preconcebidas, no existen solo en el ámbito de la radio y los cuentos. ¿Os suena algo de esto?: «Tienes un cuarto ahí detrás para que vayas a disfrazarte», «Hemos puesto una alfombra para que los niños se sienten en el suelo.», «¿A qué hora terminas?, para venir a recoger a los niños.», «Hemos decorado el salón con personajes de Disney para cuando vengas a contar cuentos.», etc.

No sé cuántas veces he tenido que explicar que no, que no se escucha mejor cuentos cuando uno está sentado en el suelo; que no, que no soy yo el responsable de sus hijos, que eso es cosa suya; que no, que no necesito estar rodeado de estímulos externos para que los cuentos no resulten aburridos; etc.

 

A veces no se trata de ideas previas, ni de prejuicios, se trata simplemente de desconocimiento: solo eso explica que a veces pretendan ponerte a contar cuentos en sitios tan inadecuados como en los que la acústica es pésima ¡y no se puede entender lo que estás diciendo!, o como en zonas de paso donde hay distractores que no dejan de sacarte del cuento.

 

Por todo esto puedo aseguraros que una de las sensaciones recurrentes que he tenido a lo largo de estos treinta años contando cuentos ha sido la de estar en el punto de partida una y otra vez, la de tener que explicar un día y otro día las mismas cosas: el público, mejor sentado en sillas; las familias, mejor juntas; no es necesario que me disfrace si lo que quiero que vean es el cuento… Durante muchos años he sentido que cada vez que iba a contar a un sitio era como empezar de nuevo, y esto me provocaba una desazón y, en no pocas ocasiones, un hartazgo grande. Pero eso no evitaba que tuviera que seguir desmontando prejuicios o explicando otra vez cuestiones básicas sobre contar y escuchar. 

 

Esta sensación, obviamente, es más habitual con los públicos: al fin y al cabo el público se va renovando con el paso del tiempo (especialmente si hablamos de funciones infantiles, familiares y con jóvenes). Y es raro que ocurra, por ejemplo, en bibliotecas donde se programa de manera habitual cuentos contados.

 

En cualquier caso, tras todos estos años tropezando con esta misma piedra día sí y día también, he ido encontrando argumentos claros y precisos que me han ayudado a pasar por ese trámite con rapidez. Y, al mismo tiempo, he ido entendiendo y asumiendo que esta defensa de unas condiciones dignas de trabajo forma parte de mi labor. 

De hecho, a día de hoy, creo que es parte de nuestro trabajo enseñar a quienes nos programan cuáles son las opciones para que la sesión de narración oral suceda de la mejor manera posible. Del mismo modo que creo que forma parte de mi trabajo enseñar a quienes vienen a escuchar cuentos a que escuchen mejor y a que disfruten plenamente de la experiencia del cuento contado.

Esta, que podríamos denominar «función educativa» del cuentista, tal vez sea necesaria mientras este oficio nuestro siga siendo un viejo oficio recuperado para estos tiempos nuevos. Al fin y al cabo esta nueva ola de narración, este movimiento de narración oral contemporánea, apenas tiene cuarenta años de trayectoria en nuestro país (aunque haga ya más de 80 años de la publicación del primer manual sobre cómo contar cuentos, el de Elena Fortún).

Aunque quizás, y hablando concretamente de la «función educativa» con respecto al público, tal vez esta forme parte de la esencia misma de todas las disciplinas artísticas, y es así como el bailarín, con una buena ejecución de su arte, nos está enseñando a disfrutar de la danza; la actriz, del teatro; el pintor, del cuadro; la cantante, de la música…

 

Todo esto trae a la palestra otro tema recurrente desde hace no pocos años: las sesiones «para». Sea cual sea el motivo por el que esto sucede (prejuicios, uso instrumental del cuento, partida de donde sale el dinero para contratar la sesión, etc.), lo cierto es que desde hace años son habituales las llamadas de programadores pidiéndote que hagas una función de cuentos con tal o cual tema (igualdad, reciclaje, no violencia, ecología, valores…). Ante esta demanda la respuesta de cada una, de cada uno de nosotros, es variada: unos crean sesiones ex profeso (al fin y al cabo, trabajo es trabajo), otros escogen entre los cuentos de su repertorio los que podrían encajar en la temática solicitada, otros rechazan el trabajo… Sea cual sea la decisión que tomemos ante esta demanda, lo que sí pienso es que tenemos una tarea que acometer en este y en todos los casos, pero especialmente cuando se nos piden este tipo de funciones: creo que tenemos que educar a quien nos contrata y a quien viene a escucharnos. Pienso que tenemos que enseñar que la narración oral por sí sola es más que suficiente, que no hay nada como un buen espectáculo de narración oral, que no hay nada como un buen cuento bien contado, que la experiencia que se puede vivir con una buena historia, que el disfrute que se puede sentir con una buena propuesta de narración oral, deja atrás cualquier otra intención que se haya puesto por delante.

 

Por eso creo que es necesario insistir en esa «función educativa» de quienes contamos más que en la función educativa de los cuentos en sí. Es decir, en mi opinión no se trataría de educar en valores o en igualdad o en reciclaje o en emociones…, se trataría, más bien, de educar en oralidad para que tanto quien programa como quien asiste a las funciones de cuentos contados aprenda a disfrutar plenamente de la experiencia de escuchar cuentos.

Ya se encarga cada narrador, cada narradora, de incorporar a su repertorio buenos textos para contar, textos que indefectiblemente están llenos de valores, de ideas, de concepciones del mundo, de emociones… pero sobre todo textos que han de sacarnos del aquí y el ahora para llevarnos a tierras de ficción y ofrecernos una experiencia gozosa, un viajazo maravilloso. Y si después de este viaje hay quienes quieren aprovechar y sacar otros aprendizajes de las historias, bienvenido sea. Pero eso, creo, ni es tarea del cuentista ni es tarea del espectáculo.

 

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