La soledad de los niños.

El escritor inglés Gilbert Chesterton (1874-1936) ya lo advirtió hace un siglo: «La única educación eterna es ésta: estar lo bastante seguro de una cosa para atreverse a decírsela a un niño».

Padres siempre ausentes – El Correo Digital.

Raúl González Zorrilla- 10/11/2008

Profesores, pedagogos, psicólogos y sociólogos comienzan a dibujar el que es ya uno de los grandes problemas de la infancia: la soledad de los niños. No nos están hablando de niños desamparados, abandonados, malnutridos o desatendidos sino que están haciendo referencia a un tipo de pequeños que se pasan los días en el colegio y que, al regresar a casa, no sienten la atención, el interés, la compañía, la presencia y la vigilancia de sus padres. El hogar para estos niños y niñas es un territorio inhóspito, cómodo, opulento y dotado de todo lo que necesitan, pero donde les resulta difícil, por no decir imposible, hallar la complicidad de los progenitores, encontrar tiempo para ser escuchados, ganarse la atención de los mayores o lograr que éstos muestren interés por sus anhelos, preocupaciones, esperanzas y problemas.

En esta nueva realidad, las obligaciones educativas y formativas para con los más pequeños son transferidas íntegramente a las escuelas, y los niños tienen como referente supremo el aparato de televisión que, en el caso de los adolescentes, deja paso al ordenador, la mensajería electrónica o los chats. En este sentido, resulta abrumadoramente reveladora la Encuesta de Infancia en España 2008, realizada por la Fundación SM, la Universidad Pontificia Comillas y el Movimiento Junior AC. En este estudio se señala, entre otras cosas, que un 43% de los chavales entre los 6 y 11 años dispone de teléfono móvil, ya que es la única forma que tienen de comunicarse con sus padres, mientras que un 17% de los menores preguntados señala que, tras su jornada escolar, no ve a sus progenitores en toda la tarde.

Algo falla en nuestra forma de vida cuando uno de los principales problemas de los niños es la soledad. El enriquecimiento económico sostenido desde hace más de una década y ciertas prácticas asociadas a los estados del bienestar han dado como resultado un corpus colectivo en ocasiones fútil e intrascendente donde la atención a las personas más débiles del cuerpo social (niños y ancianos, principalmente) se deja en manos de instituciones o de organizaciones especializadas y en el que, consiguientemente, el tiempo que los mayores dedican a los más pequeños es cada vez más escaso y, lo que aún es más grave, de peor calidad. En este punto, resulta importante señalar que si bien es crucial hallarse físicamente con nuestros hijos cuando ellos están jugando, realizando sus tareas escolares o disfrutando con los dibujos animados, no lo es menos interactuar con ellos, compartir sus esparcimientos, ayudarles en sus deberes, escucharles sobre sus cosas y sí, también interrogarles sobre todas aquellas cuestiones que pensemos han de ser de nuestra incumbencia. Hay algo mucho peor, y los propios niños así lo reconocen, que un padre o una madre ‘pesados‘ e ‘insoportables‘: los padres o madres indiferentes, desinteresados o siempre ausentes, aun cuando se encuentren físicamente presentes.

En la soledad actual que padecen muchos niños pueden identificarse causas sociológicas, económicas y laborales que afectan directamente al quehacer diario de los padres y que delimitan de un modo importante la disposición de tiempo libre por parte de éstos. Pero quisiera destacar otra serie de factores que los expertos conocen bien, que contribuyen a intensificar más aún el aislamiento de los más pequeños y que, desgraciadamente, tienen demasiado que ver con la forma en la que los adultos contemplamos el mundo y con los aspectos que priorizamos en nuestra vida cotidiana. Así, nos encontramos con una sociedad, la nuestra, que desprecia, ridiculiza o apenas comparte valores clásicos como la disciplina, el esfuerzo, la demarcación de límites o el establecimiento de marcos de comportamiento y en la que la apología del ‘dejar hacer’ se encuentra mucho más extendida, y sin duda es mucho más valorada, que la defensa del prohibir o la querencia a establecer límites y respetarlos. Nuestros pequeños solitarios son los hijos de una generación, la de quienes hoy rondamos los cuarenta años de edad, acomodaticia, próspera, hedonista, complaciente y dúctil, una forma de ser, de comprendernos a nosotros mismos, que choca frontalmente con lo que siempre ha exigido ‘estar’, de verdad, con los niños: esfuerzo en la corrección afable y constante; firmeza inquebrantable en las negativas necesarias; persistencia en las actitudes positivas; paciencia con sus deseos, atención permanente y cuidado cercano.

Donde los adultos actuales, saturados de estímulos de todo tipo, acostumbramos a recibir impresiones diversas, los niños nos exigen mirar con detenimiento; donde nosotros vivimos en un caos de mensajes muchas veces inconexos, la infancia nos demanda escuchar con detalle; donde los mayores consumimos la vida a una velocidad terminal, los pequeños nos exigen calma, serenidad y paciencia. De este modo, el choque entre la forma en que los adultos entendemos nuestro quehacer diario y las necesidades que demandan los chiquillos es, en demasiadas ocasiones, demasiado fuerte y quizás por esto muchos de los más jóvenes afirman encontrarse en soledad. Quizás por esto también, según el estudio antes citado, los niños y niñas que viven en zonas rurales afirman ser más felices, ya que es precisamente en estos lugares donde los valores clásicos, más alejados de nuestro ‘zeitgeist‘ posmoderno, de este espíritu del tiempo a veces inane que nos atenaza en las grandes ciudades, se mantienen vigentes con mayor persistencia y arraigo.

Los condicionamientos sociales, económicos y laborales que intervienen directamente en que los niños y niñas se sientan solos y ajenos a las preocupaciones primordiales de los padres pueden ir modificándose positivamente a través de medidas políticas y culturales concretas, pero lo que puede resultar más preocupante y dramático es que la actual soledad que padecen muchos pequeños tenga que ver con el elevado grado de desconcierto, confusión, anomia y displicencia de una generación de adultos, la nuestra, que habiendo optado por el todo vale ético e ideológico, carece de convicciones, certidumbres y creencias concretas, absolutas y válidas que transmitir a sus retoños. El escritor inglés Gilbert Chesterton (1874-1936) ya lo advirtió hace un siglo: «La única educación eterna es ésta: estar lo bastante seguro de una cosa para atreverse a decírsela a un niño».



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2 respuestas

  1. Totalmente real y acertado lo expuesto…. ya en un futuro próximo publicare el resultado de mi investigación so bre este tema

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