Artículo publicado el 17 de febrero de 2013 en El Hexágono de Guadalajara, blog de opinión de la provincia. Aquí tenéis el enlace directo al post.

  

LO GRANDE, LO PEQUEÑO

 

Que un día te llame el director de la sucursal bancaria en la que guardas los ahorros de toda tu vida para ofrecerte un producto que sabe, a ciencia cierta lo sabe, es un lobo con piel de plazo fijo, un ardid legal para zamparse tu dinero, sólo puede suceder cuando para el banco tú has dejado de ser una persona y has pasado a convertirte en una sencilla oportunidad de negocio, un bolsillo del que sacar un puñado de euros.

El asunto de las participaciones preferentes, con su más de un millón de personas afectadas y sus miles de millones de euros rapiñados, nos da la medida de una cuestión nada baladí: la dimensión humana de los días que vivimos.

Hace unos cuantos años, no muchos, una situación como esta de las preferentes era, sencillamente, impensable. Mis padres acudían siempre a la misma sucursal y hablaban en todo momento con el mismo empleado que les conocía, sabía sus nombres, preguntaba por la salud, la familia… El empleado en cuestión vivía en la misma ciudad, se lo podía uno encontrar en el parque con sus hijos o en un bar tomando el vermut con algunos amigos (que también podían ser clientes), y se iba a jubilar en esa misma mesa de esa misma sucursal con una cartera de clientes conocidos que confiaban en él.

Igual que sucedía con el empleado del banco pasaba con el farmacéutico, el maestro, el médico, el librero, el panadero… todos tenían nombre y apellidos, eran, además de profesionales en los suyo, personas en quienes confiar. Y la vida seguía teniendo lazos entre las personas más allá de oficios, empresas, marcas.

En aquellos años era fácil escuchar que Guadalajara era un pueblo y raro pasear por la calle y no saludar o detenerse a charlar con alguien conocido.

 

Sin embargo han llegado estos tiempos difíciles y nos repiten por activa y por pasiva que que para resistir hay que ser grande. Grandes las empresas, grandes los bancos, grandes las cadenas, grandes los centros comerciales, grande. Porque siendo grande es más fácil hacer frente al oleaje, al menos eso nos dicen.

Y de los pequeños bancos provinciales hemos pasado a los grandes bancos multinacionales cuyos empleados son obligados a rotar por sucursales y puestos en un intento de evitar cualquier tipo de lazo afectivo con los clientes. Y mientras tanto los clientes, desorientados, son invitados a confiar en una marca y no en una persona. Pero la marca no entiende de carne, ni de mirada, ni de alma, sólo entiende de números. Y entonces es cuando llega el asunto de las preferentes.

 

Para las grandes empresas, para las grandes marcas, no somos personas, somos oportunidades de negocio. Habitamos un mundo diseñado para estructuras suprahumanas que sólo entienden de datos estadísticos y beneficios económicos, entidades bestiales que acumulan recursos y poder. Los hay quienes cabalgan en esas monturas y desde su atalaya consideran que este es el mejor de los mundos posibles (sobre todo cuando a final de mes miran sus cuentas bancarias o los abultados sobres que llegan hasta sus bolsillos).

Y cuanto más grandes son esos entramados económicos más aprecio muestran por la dimensión económica y mayor desprecio muestran por la dimensión humana de la vida.

 

Sin embargo este mundo, nuestro mundo, está habitado por personas, y las personas precisamos que este lugar se ajuste a nuestras capacidades y necesidades. Necesitamos habitar en una comunidad formada por hombres y mujeres cuyos nombres conozcamos, cercanos, responsables, en quienes podamos confiar. Necesitamos habitar espacios cuyos mapas y rincones quepan en nuestro corazón. Y sobre todo necesitamos instituciones cercanas y ajustadas a la dimensión humana de la vida, de nuestra vida.

En esto, como en todo, he aprendido mucho de los cuentos. Contar un cuento es algo que suele hacerse a un grupo más bien pequeño de personas, a una comunidad que se puede mirar a los ojos y se refuerza cuando se emociona junta, se ríe junta y junta es capaz de edificar y sostener las tramas de palabras que el narrador va hilando (en gran parte en función de ese grupo que escucha y participa).

 

Por todo esto pienso que lo grande, esta medida desmedida que se impone cada vez con más entusiasmo, no es el futuro, lo grande es el final. Lo verdaderamente nuestro es lo pequeño. Y por eso reivindico la vuelta a lo pequeño: vivir en pequeños pueblos o en ciudades pequeñas, con unos servicios dignos (y valorados por su dimensión humana y no por su valor económico), con pequeñas escuelas (ya sean centros completos o agrupados en CRAs), con una red de pequeños servicios sanitarios y sociales adecuados, pequeñas salas de lectura bien conectadas, pequeños teatros (¡ay, el Moderno!), pequeños bancos (muy pequeños, sin capacidad para especular), pequeños comercios (con tenderos que te conocen), pequeños rincones para el juego (un campo, un regato, un árbol)… y, sobre todo, pequeños espacios para la convivencia, para el encuentro y el diálogo (una plaza, una olma, un soportal).

Lo nuestro es lo pequeño. Una buena red de pequeñas comunidades, de verdad comunidades (grupos humanos que se afianzan en lo común), es en verdad fuerte. Y grande.

Reivindico esta forma de vida, defiendo lo pequeño como más habitable, como más humano, como necesario para ser feliz. Y creo que en este asunto una provincia como Guadalajara, con sus pueblos pequeños y medianos, con sus gentes y sus tierras, tiene mucho que ofrecer. Mucho.

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