[Artículo publicado en las el libro de Rafael González, Teatro en vena, publicación que celebra el trigésimo aniversario de ATA y del Certamen Nacional de teatro "Arcipreste de Hita", pp. 83-85]

 

Pep Bruno

 

De los años en los que colaboré con ATA, tanto en la selección de obras para el Certamen como siendo parte del Jurado, guardo muchos buenos recuerdos: las lentas horas dedicadas a leer textos teatrales; las tardes de teatro en aquella intensa semana de casi catorce días; los animados corrillos de público antes y después de las representaciones; los aforos llenos, silenciosos, emocionados; la ilusión de quienes hacían posible esa fiesta del teatro… pero el mejor recuerdo que conservo, el que quizás resultó determinante para mí, es el de las cenas de trabajo. Me refiero, concretamente, a dos cenas. Una era la cena de la comisión de selección, y en ella nos reuníamos para decidir qué obras pasarían a formar parte del cartel del Certamen; la otra se celebraba tiempo después, tras la visualización de las obras del Certamen, y en ella el Jurado decidiría los premios. Esas cenas y sus sobremesas esos eran los mejores momentos, sin duda.

La cosa transcurría más o menos de la siguiente manera: íbamos a algún restaurante de la ciudad y, durante la cena, no se solía hablar del Certamen, más bien la conversación versaba sobre personas y personajes literarios locales. Para mí aquel momento era como descubrir una Guadalajara secreta, totalmente desconocida, una Guadalajara en la que se vivía intensamente la literatura: funcionarios que escribían poesía, técnicos que rescataban tradiciones ancestrales, banqueros que soñaban novelas, altos cargos que declamaban versos en las frías noches de noviembre... Yo escuchaba con asombro cada una de aquellas palabras, de aquellas anécdotas, bebiendo hasta la última letra, hasta el último aliento. Y lamentando no haber tropezado con los protagonistas en algún momento de su deambular entre la pasión y la vida.

Y tras la cena llegaba el momento de trabajar: seleccionar obras o premiarlas. Recuerdo especialmente el año en el que, tras cenar, nos fuimos al Teatro Moderno y allí, en el ambigú, nos reunimos el Jurado para deliberar. Fue entonces cuando comprendí que las extraordinarias personas con las que compartía mesa y conversación eran iguales que los protagonistas de las historias que había escuchado antes, mientras comíamos. Quizás ellos serían (o ya eran) los personajes de las historias que se contarían en futuras reuniones de ATA, o de cualquier otro grupo de personas amantes de las letras.

Aquel año, en el ambigú, me veía rodeado de hombres sabios: gentes de teatro, escritores, poetas, periodistas, miembros de ATA… y me sentía un privilegiado, y pensaba que qué hacía yo allí si no era aprender, callar y escuchar, sentado junto a personas que habían hecho de las letras una pasión, una forma de vida; oyendo de viva voz las palabras, que tal vez más adelante alguien contaría como una anécdota. Me sentí afortunado, sí, afortunado porque estaba viviendo en la niebla donde realidad y ficción se dan la mano. Se abrazan.

Y allí me encontraba, viviendo, atendiendo a los argumentos que entre tragos y risas se iban desgranando a favor o en contra de una u otra obra. Deslumbrado por el destello de la vida de todos aquellos con quienes compartía mesa.

Tengo grabados esos momentos como puntos de inflexión en mi vida: uno podía hacer de las letras una opción de vida, uno podía vivir intensamente la poesía, el teatro, los cuentos Me recuerdo sentado en el ambigú del Teatro Moderno junto con muchos hombres sabios, gentes de teatro, escritores, poetas, periodistas, miembros de ATA… y yo sintiéndome un privilegiado, pensando que qué hacía yo allí si no era aprender, callar y escuchar, viendo a gente que había hecho de las letras una pasión, una forma de vida. Atendiendo a los argumentos que entre tragos y risas se iban desgranando a favor o en contra de una u otra obra.

sin tener que ser un artista autodestructivo, autodeprimido, autoherido. La vida cobraba otro sentido vista desde la ilusión de la ficción, desde esa secreta pasión. Allí había gente que trabajaba como profesor, o como funcionario, o como técnico, como becario… pero en ese momento, tras una semana gozosa de teatro, tras una cena gozosa de teatro, era el esplendor de la fe, la liturgia de los versos, el turbión imparable de las pasiones y los recuerdos. Se destapaba la otra vida de cada uno de los que allí estábamos, la otra, la escondida, la verdadera. Y se hablaba de teatro como si en ello se fuera la vida, que se iba.

Recuerdo que tras aquellos encuentros volvía a casa con la misma sensación que si estuviera ebrio, borracho de intensidad, de palabras, de anhelos. La vida podía vivirse, y tenía sentido hacerlo, pegado a las páginas de los libros, amarrado a los versos rítmicos del sístole y diástole, abrazado a los cuentos … en el territorio de la ficción. Sí , se trataba de una sensación extraña, un empujón, un delirio. Volvía sintiéndome capaz de, cada día, vestirme, desayunar, ir al trabajo, comer, leer, dormir y, al mismo tiempo, cada día, sentir que debajo de mi ropa llevaba puesto el traje de faena, ese con el que podía entrar en la tierra de las palabras y las emociones.

Fue ahí, en ATA, en aquellos momentos gloriosos, en los que yo comprendí que podía hacer realidad mi propio anhelo, mi vida abrazado a los cuentos.

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