[Artículo publicado en las Contemporánea, revista grancanaria de cultura, nº 5, año 2007, pp. 9-11]

 

Pep Bruno

 

En el momento en el que un mono trató de explicar al resto de la tribu cómo había sido la última cacería y, en medio de su narración cayó en la tentación de la exageración, de la distorsión, de la mentira, para mantener la atención del auditorio, en ese preciso instante, nació el cuento. Y en ese preciso instante, nació el ser humano.

El cuento es lo que nos diferencia de los animales. Éstos tienen lenguajes específicos, utilizan tecnología básica, se organizan y reparten las tareas... pero ningún animal cuenta cuentos a otros de su especie. Eso sólo sucede con los seres humanos.

Por eso el nacimiento del ser humano está íntimamente ligado al nacimiento del cuento. Así, mientras sigamos contando y escuchando cuentos, seguiremos siendo seres humanos. Por la misma razón cuando se dejen de contar cuentos, no lo duden, volverán los monos a la tierra y desaparecerán los hombres y las mujeres.

 

Casi sin querer ya hemos comenzado a hablar de la primera razón para contar cuentos: nos hacen más humanos. Tengan esto siempre en cuenta, sobre todo si trabajan con otras personas, si su labor es la de cuidador, maestra, educador, monitora, profesor... o también si son: madre, padre, abuela, abuelo... contar cuentos nos hace más humanos.

Pero además este vivir con los otros, este ser continua convivencia, ser parte del proceso educativo, ser educadores para la vida de sus hijos, nietos, sobrinos... (vivir, convivir, educar: verbos con matices pero con innegables similitudes); este ser y este estar en los otros debe implicar contar con el cuento ya que éste es un recurso inagotable en el proceso continuo de educar. Y aquí, casi sin darnos cuenta, entramos en un segundo motivo para contar cuentos: el educativo.

Nada hay más complejo y más continuo como la educación: tener hijos es fácil, ser padres es otra cosa. Tener una vocación de maestra es estupendo, vivir el día a día en el aula es otra cosa. Educar es preparar a los otros para la vida. Los cuentos ayudan. Y no soy yo quien ha descubierto esto, que ya los clásicos afirmaban que el cuento sirve para “educar deleitando”. Los cuentos sirven de ejemplo para lo bueno y para lo malo, y quienes escuchan estos cuentos (sean niños, jóvenes o adultos) aprenden de los errores y los aciertos de sus personajes.

Pero no solo nos hacen vivir en la vida de otros. Los cuentos (sobre todo los tradicionales) con su carga simbólica ayudan a la ordenación mental de los niños, a la organización de las estructuras y procesos cerebrales, a la incorporación de una escala de valores. Los cuentos trabajan por dentro, en lo más profundo. Así ha sido desde el principio, desde el primer cuento. Los cuentos nos ayudan en el proceso de hacernos, de ser.

Sí, el valor educativo de los cuentos es incuestionable.

 

Pero en este aserto clásico hay una segunda palabra: “deleitando”. Y eso es imprescindible. Es intrínseco al cuento que éste deleite, que entretenga, que emocione, que capte la atención de lo hondo. Un cuento que no deleita, no es cuento, es otra cosa: una moralina, una disertación, una conferencia, una lección, una ley, un panfleto... pero no es un cuento. Los cuentos deben entretener. Y no se trata de hacer reír, que también, sino que se trata de un entretenimiento que mueve lo de dentro, que conmueve. Hay cuentos que te hacen llorar o cuentos que te hacen saltar de la silla, hay cuentos que parecen cascabeles sonando en el alma.

 

Parece que ya llevamos, como sin querer, tres razones para contar cuentos. Y no hay tres sin cuatro. Y esta cuarta van a ser dos en una: el cuento desarrolla la fantasía y la imaginación. Palabras , fantasía e imaginación, que utilizamos como sinónimas pero que no creo que lo sean del todo. Hay diferencia, véase: uno utiliza la imaginación para resolver los problemas y la fantasía para olvidarlos, para evadirse de ellos.

Sí, los cuentos activan nuestra capacidad de imaginar, de fantasear, de viajar sin movernos de la silla. En este ámbito nos gusta el verbo encandilar: por lo que tiene de candil, de pequeña luz que sostiene toda la oscuridad, de faro hacia el que navegar por el mar de las palabras.

Sin la imaginación la vida estaría llena de problemas irresolubles. Sin la fantasía el mundo sería demasiado pobre ¡tantas veces! Quizás esto convierta a los cuentos en un recurso imprescindible para desenvolvernos en el día a día. Y quizás, por qué no, en una herramienta útil para ser más felices.

 

Algo que no debería olvidar es hablar de los cuentos como sacos de palabras, y ésta será la quinta razón para contar cuenots. Los cuentos nos dan vocabulario, siembran palabras en nuestra lengua. Tal vez esto sea más importante de lo que pueda parecer. Pensemos fríamente en las ideas: ¿qué son las ideas sino palabras? Una idea que no se puede decir, no es. Pero vayamos más allá: ¿qué son los sentimientos? Palabras. Un sentimiento que no se puede expresar, no es. Así, las palabras nos dan la posibilidad de ordenar el mundo, de organizarlo, de verlo, de sentirlo.

Y los cuentos son más que palabras: son semilleros de palabras que entran oreja adentro hasta el corazón para brotar en la lengua y florecer en alguna circunvolución cerebral. Los cuentos son un turbión de palabras: son agua desbocada que inunda de palabras. Y vivir en un mundo que se puede explicar con cinco mil palabras distintas es vivir en un mundo más grande que el que se pueda explicar sólo con quinientas. Por eso las palabras hacen el horizonte más amplio. Y a eso ayuda, sin lugar a dudas, el cuento.

 

Vayamos con el sexto motivo para contar cuentos, aunque antes debemos avisar que este penúltimo escalón es nuevo, es peculiar, es una cosa de ahora a la que antes no se le hacía ningún caso porque era algo completamente asumido. Me explico. Esta sexta razón que quiero incluir ahora sólo cabe cuando hablamos de cuento contado, porque es un valor propio de la oralidad.

Cuando contamos un cuento, además de todo lo que antes hemos dicho, sucede algo crucial: nos miramos a los ojos. Es decir, vemos al otro, lo reconocemos, lo hacemos presente. Lo que significa: compartimos el tiempo con él, nos emocionamos con él, estamos (de verdad estamos) con él. Porque no es estar con los otros mirar todos a una panatalla de televisor, eso es sentarse en el mismo sofá o mirar la misma cosa, pero eso no es estar con los otros, o si se prefiere: no es compartir tiempo de calidad emocional con los otros.

Contar cuentos al otro es decirle: aquí estoy, y estoy por ti, para ti, vamos a emocionarnos juntos, vamos a vivir en este momento una aventura tú y yo, nosotros, solos. Y el mundo que gire si quiere, nosotros a lo nuestro, al cuento.

 

Y, para terminar con estas siete razones, digamos que el cuento tiene un valor cada día más destacado: el cuento como vagón de enganche para entrar en los libros. El cuento como recurso infinito para animar a leer. El cuento como camino para llegar a las estanterías donde tantas páginas están esperando, pacientemente, a sus lectores, lectoras.

Es innegable que el cuento despierta el apetito por las historias, cuantos más cuentos se escuchan más ganas tenemos de escuchar cuentos. Cuantas más veces hemos viajado en las palabras de los otros más necesidad tenemos de emprender nuevos viajes; así, escuchando cuentos es posible que un día la voz del otro pase a ser el susurro de las páginas de un libro, el silencio plagado de voces que resuenan dentro. Palabras escritas que van directas hasta las orejas del alma, hasta el centro mismo del corazón, palabras que son la voz dormida, inquebrantada, de quien un día las dijo para que hoy el lector, la lectora, las lea, las escuche.

 

Por todo esto y por más razones que seguro nos olvidamos de señalar aquí les conmino a contar cuentos, todos los días, a toda la gente querida o curiosa. Contar sin desmayo. Porque ésta es una labor de muy largo aliento: ni un día sin cuento. El cuento es el pan del alma. El cuento que nos abraza y nos convoca, que nos ilumina y nos asombra, que nos hace felices y nos emociona. El cuento que nos cuenta.