[Artículo publicado en CLIJ, nº204, mayo07]

Puedes ver el artículo (con sus fotografías) en la Biblioteca Virtual de Prensa Histórica, directamente aquí (pp. 28-32).

 

 

En enero de 2007 murió Ryszard Kapuscinski, periodista excepcional y autor de un maravilloso libro titulado Ébano[1]. En el último de sus capítulos cuenta cómo en uno de sus viajes por África, sentado bajo un enorme árbol, tomando un té bien denso en la hora del anochecer, escucha a un grupo de hombres y mujeres contando historias. Allí está congregado todo el poblado. Kapuscinski escribe: “No entiendo mucho de lo que dicen pero sus voces suenan serias y solemnes. Al hablar se sienten responsables de la Historia de su pueblo. Tienen que preservarla y desarrollarla.”[2]

Es en estas sociedades ágrafas donde se puede sentir de un modo patente la responsabilidad de la oralidad, de la palabra contada y oída. Sólo existe lo que se cuenta y lo que se recuerda, lo que se oye y se aprende.

Hoy, en Occidente, en esta cultura nuestra tan desarrollada, parece diluirse el peso de la palabra dicha. Todo está escrito. No hace falta memorizar nada porque el papel o el disco duro lo soporta todo, lo guarda todo, lo conserva todo. Poco a poco hemos ido creando un laberinto de papel, un mar de información, un turbión imparable de palabras, hechos, noticias imprescindibles que mañana bien pueden ser olvidados. Es el tiempo de lo fungible. Y también el tiempo de la abundancia. O más bien de la sobreabundancia. De la voraz necesidad de todo y más, mucho más, siempre más. Y, paradójicamente, es también el tiempo de la carencia, de la perpetua hambre. Este tiempo que nos ha tocado vivir transcurre además de una manera veloz, rápida, fugaz; es también el tiempo de la carrera, de la prisa que nunca nos deja ahondar, de la lucha contra el cronómetro implacable. Y del ruido. El poderoso señor de las ciudades, de las casas, de la vida: todo ha de suceder sin que haya silencio. El silencio se presenta como un mar demasiado azul, demasiado profundo, demasiado asfixiante. Es mejor el ruido que nos entretenga y nos mantenga activos. Activos sin fin y sin motivo.

Frente a esta situación el cuento se presenta como la posibilidad liviana, sutil, frágil (pero enormemente poderosa) de reencontrarnos con los elementos imprescindibles para el crecimiento personal: Frente al ruido continuo, el silencio de la palabra dicha, la palabra como agua fresca para saciar la sed y, sobre todo, la palabra contada para quien escucha: una palabra de mi para ti, una palabra que cuenta. Frente a la velocidad enloquecedora del día a día, la calma sosegada de un cuento, sabio, limpio de momentos innecesarios. Frente a la perpetua necesidad de todo y más, el suculento bocado de un cuento con sabor a pan recién hecho, un cuento que nunca se rompe y nunca se gasta, que no cuesta nada y vale mucho, un cuento salido del corazón, de los labios, de los ojos de quien está con nosotros, de quien nos acompaña y nos mira y nos dedica y regala y ofrece su tiempo. Es más, frente al tiempo es oro, el tiempo compartido, cálido, demorado del cuento. Un tiempo de calidad en el que los ojos se miran, las pieles se tocan, los corazones escuchan y todos respiramos el mismo aire, el aire de las palabras dichas. Y sobre todo, frente al incesante aluvión de palabras e información, el claro y limpio mensaje del cuento, simple y directo, preciso.

Parece, así dicho, que el cuento se presenta como algo revolucionario en estos tiempos que corren. Pero es mucho más.

Tal vez pensamos que con la televisión, las play, las películas de Disney, los miles de juguetes, los niños tienen suficiente para ser educados y para crecer (sobre todo fuera del aula); tal vez creemos que así ellos aprehenderán nuestro ser social y cultural, que de esa manera se integrarán en la sociedad y serán uno más de los nuestros. Como si la televisión además de entretener educara. Como si la abundancia de juguetes fuera suficiente para calmar el hambre de juegos (una cosa son los juguetes y otra jugar). Como si Disney no fuera una empresa fabricante de consumidores (y desde luego, no de lectores). Como si la play nos ayudara a comprender el mundo en que vivimos.

De qué manera ha sucedido que se ha ido dejando de contar cuentos. Cómo ha sido eso. Cuál fue el proceso en el que, poco a poco, sin darnos casi cuenta, hemos ido cediendo terreno y nos hemos olvidado de la palabra dicha para dejar que tantos vacíos arramblaran en nuestra vida. En nuestra sociedad. Como si la televisión, o la play, o la Disney sintieran sobre sí mismas la responsabilidad de la Historia de su pueblo (como citaba Kapucinski al principio de este texto). El cuento, siempre, y más hoy en día, es garante de nuestra historia (Historia) y de nuestra cultura (Cultura). El cuento entretiene, sí, debe hacerlo, pero también educa (también debe hacerlo). El cuento es la hoja de un árbol cuyas raíces van hasta el fondo justo del corazón (Corazón), de ese corazón común que late por igual, nos aúna, nos hermana en el ritmo vital de sístole y diástole. El cuento, sí, ese que nos muestra que en la diferencia somos tan iguales, que busca los puntos comunes, que traza los puentes, que rompe las fronteras y los muros. Y no solo eso. El cuento que nos da la mano y nos ayuda a crecer, a comprender, a entender el mundo en el que vivimos, en el que estamos, ese mundo del que nosotros también somos parte imprescindible. El cuento. ¿Cómo fue que dejamos de contarlo?

Todavía a los niños pequeños en algunas casas, en algunas escuelas, se les cuentan cuentos (casas, escuelas, femeninos remansos). Son oasis donde aún viven los cuentos. Y cuál es la razón por la que después se va abandonando (de un modo indolente, irresponsable) el agua necesaria de la palabra contada. ¿Por qué no cuentan cuentos los viejos, esos cuentos de siempre, imprescindibles? ¿Por qué los amantes no se cuentan cuentos de amor, abrazados, tras haberse amado? ¿Por qué en las casas ya no hay tiempo para el cuento sabio? ¿Por qué los jóvenes no tiemblan de miedo con cuentos de miedo? ¿Dónde se esconde el cuento? ¿A qué está esperando para volver? ¿Qué será de nosotros sin él? Tal vez como en el libro Farenheit 451[3] el cuento vive agazapado en muchas gargantas, en muchos corazones, en muchos hombres y mujeres (como aquellos hombres-libro) y sólo está esperando una señal.



[1] En la editorial Anagrama.

[2] Op. Cit. Página 332.

[3] De Ray Bradbury, en la editorial Minotauro