Artículo de opinión publicado inicialmente en la revista Mi Biblioteca, en el n.º 67, de otoño de 2021, p. 12

 

CONTAR MÁS CUENTOS

 

La hora del cuento en las bibliotecas, una actividad que nació a principios del pasado siglo con voluntad de acercar los libros a los niños y niñas, tuvo una consecuencia imprevista: habilitar nuevos espacios para la palabra dicha. 

Hasta entonces, y durante miles de años, los viejos cuentos de la tradición oral fueron los grandes compañeros de viaje del ser humano, pero con el nuevo modo de vida de la sociedad industrial y la llegada de los medios de comunicación de masas, ni la casa, ni la plaza, ni las noches de verano esperando a la fresca, ni el momento de trabajo comunitario (cosiendo, limpiando mazorcas…), ni ninguno de los lugares o momentos habituales donde el cuento contado sucedía, parecía ahora adecuado para ello.

Por si todo esto fuera poco el cuento de tradición oral estaba perdiendo su aliento y, cada vez más, se veía trasvasado de la oralidad al papel. Esta tarea, que había tenido algunos antecedentes notables antes del siglo XIX, se vio impulsada con fuerza tras el éxito de las recopilaciones de los hermanos Grimm. El renovado interés por el cuento contado tuvo sus cosas buenas (como la preservación de muchos textos que, posiblemente, habrían acabado en el olvido) pero también sus cosas malas (pues todo cuento oral en su paso a la escritura queda aplanado, fijado y, sobre todo, deja de ser algo vivo). Porque no hemos de olvidar que lo que se lee en una recopilación de cuentos tradicionales no son cuentos tradicionales, son una pobre fotografía de un instante de ese cuento. Ya que el cuento de tradición oral, tal como decía el querido y admirado Julio Camarena, “es una obra en prosa, de creación colectiva, que narra sucesos ficticios y que vive en la tradición oral variando continuamente”(1), y un texto escrito bien puede ser una obra en prosa que narra sucesos ficticios, pero ha perdido su capacidad de ser creado (y continuamente recreado) colectivamente (de hecho las recopilaciones de cuentos tradicionales tienen derechos de autor para el compilador) y, sobre todo, han perdido la posibilidad de “variar continuamente viviendo en la tradición oral”. Porque el cuento contado no es un monólogo, no es un texto aprendido de memoria que soltamos de igual manera generación tras generación cada vez que lo contamos, el cuento contado se asemeja más a un diálogo: diálogo con el público, con el texto y el contexto; esto es lo que ha permitido, durante miles de años, que los cuentos tradicionales fueran cambiando, adaptándose, sin ningún problema, a los nuevos tiempos y las nuevas maneras de entender la vida.

Podría hablar de las virtudes del cuento contado: educar, deleitar, trabajar la memoria, cultivar la mirada artística, muscular la atención, afianzar las raíces, etc. Pero cada vez más pienso que el gran valor del cuento contado es que necesita del otro para ser, que precisa de la escucha y de la mirada del otro, y que sólo sucede de esta manera porque el cuento contado es algo que construimos juntos en un diálogo continuo.

Por eso hoy más que nunca insisto en la necesidad de multiplicar, cuidar y favorecer los espacios del cuento contado, especialmente en bibliotecas, porque en estos tiempos de gritos y prisas parece necesario parar, y, sobre todo, resulta vital aprender a escucharnos, a mirarnos, a constuir juntos sueños comunes en los que todas y todos tengamos cabida. Como en los buenos, viejos, grandes cuentos.

 Pep Bruno

 

Más información:
Nota al pie: 
(1) Julio Camarena Laucirica, “El cuento desde dentro”, en La palabra. Expresiones de la tradición oral, Diputación de Salamanca, p. 30

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