Artículo escrito para el Boletín n.º 32 de AEDA que coordinó Almudena Francés y que reflexionaba sobre los márgenes de los cuentos y cómo los cuentos servían para acercarnos.

 

En muchos cuentos tradicionales es fácil encontrarse con dos elementos (de vital importancia para el ser humano) asumiendo gran protagonismo (de manera central o periférica) en la trama de la historia. Estos dos asuntos no son otros que la comida (imprescindible para la pervivencia del individuo) y el sexo (imprescindible para la pervivencia de la especie). La necesidad de comida y sexo son dos pulsiones que están incluidas en la base de la pirámide de las necesidades humanas que diseñó el psicólogo americano Abraham Maslow; ambas comparten muchas características pero, de entre todas ellas, querría señalar una: ambas pueden resultar extremadamente placenteras.

Comer para sobrevivir y tener sexo para perpetuarse han devenido en goce. El placer de una buena comida y el disfrute del buen sexo ungen de un carácter festivo algo que, en principio, debería ser una mera tarea, un puro trámite para la subsistencia.

Este asunto del goce ha hecho que quienes se consideran investidos por el dogma y se piensan con la capacidad de legislar sobre lo que (ellos creen que) está bien o está mal hayan fijado su atención en estas cuestiones pues, todo lo que resulta un placer para la carne, parece contravenir la idea del valle de lágrimas y, sobre todo, parece lastrar los placeres espirituales (que no espirituosos) que son, supuestamente, más puros y elevados.

Sin embargo, seamos o no alma, lo que parece claro es que sí somos carne. Y la carne pide carne para la celebración de los días. Esta contumacia en festejar la carne tiene su reflejo en los cuentos (acaso no haya nada más humano que estos) que no cesan de incluir comida y sexo hasta en aquellos considerados más del gusto infantil (y si no me creen asómense al libro de Bruno Bettelheim: Psicoanálisis de los cuentos de hadas, ed. Crítica). Y es que, según parece, a lo largo de los siglos se ha pasado mucha hambre (y no solo de comida) y una buena manera de llegar al hartazgo era a través de la ilusión (y las enseñanzas) que los cuentos nos ofrecían.

Pero centrémonos en los cuentos sexuales, obscenos, procaces, vergonzantes, picantes, eróticos... de la tradición oral.

 

En 1910 Aarne publica un primer intento del Catálogo tipológico del cuento folclórico: una clasificación de los tipos de cuentos tradicionales que hay en todas las culturas humanas. Para realizar esta clasificación se inspira en los tres volúmenes de los Cuentos populares rusos de Afanasiev. Dieciocho años después, en 1928, esta propuesta es revisada y mejorada por Thomson: el Catálogo tipológico quedaría fijado, de esta manera, hasta el siguiente siglo. Y eso a pesar de que ni Aarne ni Thomson incluyen en los tipos de cuentos los obscenos, procaces, vergonzantes... como si no supieran de su existencia o si por el mero hecho de no nombrarlos, no estuvieran. No es hasta 2004 cuando Uther vuelve a revisar el Catálogo tipológico y, ahora sí, incluye esta categoría de cuentos obscenos. Quizás no es extraño que esto haya sucedido de este modo: el propio Afanasiev tuvo que publicar un cuarto volumen de cuentos obscenos rusos fuera de su colección (en Suiza), una joya de la tradición oral vergonzante: Los cuentos prohibidos rusos. (Más información sobre el Catálogo tipológico aquí).

La tradición oral erótica y obscena ha estado siempre muy viva porque, como ya dijimos antes, la carne ha llamado siempre a la carne, a pesar de que desde las instituciones y entidades de poder se haya intentado obviar o anular. Esta es la primera de las cuestiones que hoy quería señalar en referencia a este tipo de cuentos: los cuentos que celebran el placer de la carne son cuentos alegres, festivos: porque estas cosas, bien es sabido, nos dan gusto. Sucede que la alegría y la risa son vías de escape al control, y eso, para quienes tratan de controlarnos, no resulta conveniente. Sobre esto no abundaré porque fue el propio Umberto Eco quien en su inolvidable El nombre de la rosa nos advirtió del peligro del humor. Es más fácil manejar a un rebaño de amargados (y con sentimiento de culpabilidad, qué gran invento) que a una alegre y bulliciosa reunión de gentes con ganas de reír juntos.

Los cuentos obscenos nos desnudan de tapujos y convenciones sociales y nos llevan directos a la piel: donde todo ocurre en verdad, donde habitan el dolor y la caricia, el deseo y la necesidad. De alguna manera contar y escuchar este tipo de cuentos es mostrar lo que importa (realmente importa) más allá de tantas preocupaciones y obligaciones que parecen atorar los días. Y este desvelar puede resultar peligroso para quienes tratan de que nos importen otras cosas.

Es por eso que los cuentos procaces han tenido que escapar, en muchas ocasiones y culturas, de los ámbitos públicos. Ya sea sublimándose: ay, ese amor cortés que elevó el deseo sexual y lo convirtió en puro vapor exaltado (nada de carne incendiada); ya sea escondiéndose. Un ejemplo que escapa de la oralidad es el de los libros y papeles que recogían estos cuentos obscenos: muchos de ellos circulaban de manera manuscrita (se copiaban y pasaban a otros lectores interesados para que, a su vez, también los copiaran y pasaran y, de esta manera, fuera de imprentas y escaparates públicos, se transmitieran) o se ocultaban en los infiernos de las bibliotecas o se imprimían en pequeñas imprentas secretas (incluso hoy en día es posible dar con libros de este jaez impresos sin ISBN ni Depósito Legal).

Por todo esto los cuentos vergonzantes han habitado en los márgenes: esta es una condición que siempre les ha resultado cómoda y que les ha ayudado a escapar de la persecución y la represión a la que habitualmente se han visto sometidos, incluso en tiempos en los que estas (la persecución y la represión) eran especialmente contumaces. Pensemos por ejemplo en los años de la dictadura franquista en España: era difícil (por no decir imposible) encontrar cuentos de este tipo (especialmente obscenos y anticlericales) en las recopilaciones de cuentos tradicionales que se publicaron a lo largo de esos casi cuarenta años, ya fuera porque el estudioso los obviase, ya fuera porque directamente los excluyera, ya fuera porque los informantes no se atrevían ni a contarlos. Como ejemplo puedo traer aquí el librito de J. A. Sánchez Pérez que en 1942 publicó en Madrid sus Cien cuentos populares y en cuyo prólogo se puede leer: “En la inmensa gama de cuentos populares los hay morales, instructivos y graciosos, pero también los hay inmorales, injuriosos y obscenos. No hay necesidad de advertir que los de este último carácter son impublicables” (p. 8). Sin embargo, cincuenta y cinco años después Antonio Lorenzo Vélez publicó en la editorial Ámbito un extraordinario librito titulado Cuentos anticlericales de la tradición oral que recogía un buen puñado de cuentos tradicionales que habían pervivido en los años de la dictadura de boca en oreja, de corazón en corazón, a pesar de la dura represión.

Pero ¿por qué había tanto interés en controlar y, en la medida de lo posible, hacer desaparecer este tipo de cuentos? Los cuentos obscenos, como más arriba se dijo, nos desnudan de convencionalismos y nos muestran que todos (unos y otros, los de arriba y los de abajo, los poderosos y los pobres, los crédulos y los incrédulos) estamos embridados por los mismos apetitos; sí, insistamos una vez más: la carne pide carne. Es por eso que hay curas y monjas desaforados por la pasión, nobles virtuosos con más sombras que luces, esposas y maridos que andan buscando otras camas, jóvenes y viejos, listos y tontos, guapos y feos... todos andamos igual anhelando calmar apetitos.

En los cuentos vergonzantes no hay poses que valgan, los ropajes se hacen nada y se desvela lo que unos y otros tratábamos de ocultar, lo que en verdad somos (o si se prefiere: la verdad desnuda).

Es por eso que los cuentos obscenos son un venero especialmente rico en crítica: una vez despojados de formas y figuraciones estamos en manos del cuento ¡y de la audiencia! que puede vernos tal cual somos. El cuento se desata y, entre carcajadas y astucias, destapa la crítica: crítica a los poderosos y con ellos crítica a los estamentos de poder, crítica a los religiosos y su empeño en controlar y dictar, crítica a las convenciones sociales, crítica a la falsa virtud, crítica, crítica, crítica. Este asunto es también de gran relevancia y ya he hablado sobre ello en algún otro artículo que reflexiona sobre este tipo de cuentos

Ocurre además que los cuentos obscenos llevan al público también a la verdad de sí mismo, porque cuando el narrador cuenta alguna escena sexual la experiencia personal de cada uno de los que escuchan es tan única, tan íntima, tan propia, que la visualización de lo contado toca en lo más hondo, como en lo más hondo se asientan fantasías no satisfechas (y acaso en algún momento verbalizadas por el cuentista) y otros elementos que entran en juego cuando las historias suceden entre saltos de cama.

Estos cuentos nos permiten también escucharnos, desvelar los propios anhelos, mostrarnos a nosotros mismos. Son cuentos que nos recuerdan (sí, ya sé, una vez más) que somos carne y el deseo nos conduce. Y esto, que por un lado puede resultar revelador, por el otro puede ser demoledor: imagínense una ciudad entera ciega ante las convenciones sociales y dando rienda suelta al deseo. O si lo prefieren, en vez de imaginársela, lean a Boris Vian y su cuento “El amor es ciego” en el libro El lobo-hombre, ed. Tusquets.

Sí, ante la maquinaria voraz de los días y sus rutinas y sus estructuras y sus ocupaciones tan a menudo absurdas, los cuentos obscenos nos reconducen a la verdadera senda de la vida: los apetitos y la fiesta de saciarlos.

Ya voy terminando (que este artículo empieza a ser largo). Conviene hablar aunque sea brevemente de la posición del narrador, de la narradora, ante este tipo de cuentos. Si normalmente los cuentistas estamos desprotegidos ante el público, los cuentos vergonzantes nos colocan en una situación de completa desnudez. Por un lado los cuentos contados son (siempre lo son) proyectivos y muestran a las claras lo que somos, pero con este tipo de cuentos lo que se desvela es lo que somos (o cómo somos) en cuartos tan privados como las estancias del sexo; sí, sí, alguno podrá argumentar que podemos mentir y contar cosas que no somos, que no anhelamos o que no sentimos, pero quizás habrá que mentir muy bien para que la palabra no vuele huera. Y esto normalmente no ocurre, es por eso que cuando contamos cuentos obscenos no hay manera de tapar nuestras propias vergüenzas.

Por otro lado los cuentos procaces nos impelen a la búsqueda de un vocabulario nuevo y cuidado, alejado de lo soez y lo vulgar, que coloreen lo contado, que articulen las imágenes de forma no explícita (o metafórica, o simbólica) y que busquen maneras sorprendentes y felices de contar lo que a menudo nos resulta tan cotidiano (o tan lejano). Así pues este tipo de cuentos son un reto para la propia voz narradora y eso, compañeros, compañeras, nos encanta.

Por último quiero recomendaros una joya, se trata del libro de José Antonio Cerezo: Literatura erótica en España, Repertorio de obras 1519-1936, publicado por Ollero y Ramo editores en 2001. Se trata de un primer intento, muy laborioso y fecundo, por conocer la producción erótica en España. Un libro que da muchas pistas sobre lo que hay, dónde se puede encontrar y cuánto queda por descubrir. Además la introducción del libro da una visión general de la historia de la literatura erótica y de las dificultades para su estudio en España, muy completa.

Dicho todo esto uno puede entender que los cuentos obscenos hayan tenido que habitar en muchas ocasiones los márgenes: su capacidad para mostrar la verdad desnuda, su habilidad para el humor y la crítica, su celebración de la carne y su capacidad para poner el mundo patas arriba (nunca mejor dicho), hacen de ellos una mirada afilada ante la hipocresía y una enorme fiesta de la palabra.

 

Pep Bruno