Artículo publicado en CLIJ Cuadernos de Literatura Infantil y Juvenil de enero/febrero 2015, n.º 263, pp. 38-41.

 

Olvidar/Recordar quiénes somos

 

En el cuento popular de "Blancaflor, la hija del diablo" cuando, tras muchos avatares y aventuras, Blancaflor y el príncipe llegan a la ciudad de éste, él le dice a ella que espere junto a una fuente, a las afueras de la ciudad, que va a por un carruaje para hacer una digna entrada en el lugar. Entonces ella le avisa: "Que no te abrace nadie. Porque, si alguien te abraza, me olvidarás".

Tras un largo viaje (lleno de aventuras y peripecias), quien vuelve ya no es el mismo que se marchó. Así sucede, por ejemplo, en el primer gran viaje de la literatura, el de Ulises y sus años de Odisea tratando de volver a Ítaca donde, cuando por fin llega, Penélope, su esposa, no le reconoce. Y sólo en el momento en el que él le cuenta a ella los secretos comunes, los detalles de la alcoba, sólo entonces, ella sabe que ese hombre es Ulises y que, veinte años después, ha vuelto a casa.

Sin embargo el príncipe del cuento de “Blancaflor”, tras una larga ausencia, al llegar a casa y ser abrazado olvida el viaje, olvida lo que trajo, olvida a quien encontró y amó y vino con él para convertir en su esposa.

Pareciera que llegar a casa, a la familia, a la rutina de los días, significara el olvido de lo extraordinario que hemos vivido. Es acaso la misma sensación que muchos de nosotros percibimos cuando, al volver de vacaciones, regresamos al trabajo o a la escuela, a los pocos días del regreso es casi como si nada hubiera pasado, como si lo vivido en vacaciones se escapara como agua entre los dedos.

Eso le ocurre al príncipe del cuento, pero no a Ulises.

¿Cuál es la diferencia entre Ulises y el príncipe protagonista del cuento? Lo que hace que Ulises no olvide quién es y qué trae consigo es que cuenta y/o escucha su historia. Eso ocurre, por ejemplo, en la corte de Alcínoo donde el aedo Demódoco (canto VIII, v. 62 en adelante) canta los hechos de la Guerra de Troya entre cuyos protagonistas está Ulises, que también es uno de los que le escuchan. Pero es que además, un poco más adelante (en el canto IX), Ulises continúa contando su propia historia, el viaje que le ha llevado hasta la corte de los feacios y que, él aún no lo sabe, todavía tiene muchas paradas antes de llegar a Ítaca.

Ulises sabe quién es, no olvida de dónde viene, qué trae y hacia dónde va, porque conoce su historia. Y conoce (reconoce) su historia porque la cuenta, la escucha.

Ya lo decía Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua en la definición de contar: “Contar, meter en cuenta, como contar uno los días que se ocupó en tal y tal cosa.”, es decir, hacer que los días cuenten en la suma de la vida, que sean tenidos en (la) cuenta.

Contar es al mismo tiempor recordar emociones (volver a pasar por el tamiz del corazón, según su etimología latina), revivir (volver a vivir) instantes y afianzar una historia: porque contar implica volver a pasar por esa senda de la memoria, desbrozarla, afirmarla. Pero contar también significa hacer una elección del discurso que queremos retener y dar a conocer, elegimos una historia para ser contada y formar parte de nuestro repertorio más íntimo, el de nuestra vida: el que contamos y, al mismo tiempo, nos cuenta, dice cómo somos.  

Acaso este sea el motivo del auge en la actualidad de esto que llaman storytelling en la empresa: buscan el modo de vender contándonos cómo son (o cómo quieren que los veamos) desde la emoción que provocan las historias, la cercanía de la narración, la disposición de escucha que tenemos cuando alguien nos cuenta. Sí, la narración ha entrado en el mundo de la mercadotecnia porque la empresa ha visto el potencial que tiene como herramienta de ventas y, mientras tanto, nosotros vamos olvidando el valor, la necesidad que, como individuos y colectivo, tenemos de la palabra dicha.

Lo que contamos, lo que escuchamos, determina mucho de lo que somos. Quizás por eso haya tanto interés también desde las instituciones políticas tomar el control del discurso, en ser quien decide cuál es la historia que ha de contarse y hemos de escuchar. De esta manera se va construyendo una memoria colectiva e individual que no tiene por qué ser la suma de los hechos pasados, pero que sí será la que cuente, la que asiente los fundamentos en los que se edifique la historia “oficial”. 

Ante esta situación tenemos dos posibilidades, el silencio o la acción.

Callar, no contar, es también olvidar. Lo que no contamos puede dejar de ser, o dejar de sernos. El silencio se convierte en una forma de olvido, de abandono y, lo que es peor, en una cesión de la voz, de la palabra, de las historias, a quienes quieren contarlas según les fue en la feria (o según quieren hacernos creer que les fue). 

Sin embargo actuar implica habilitar la propia voz, la propia historia, la propia memoria, y también enriquecer el discurso común y sumar puntos de vista dispares y, por ende, voces discrepantes que tengan relatos diferentes que contar a un auditorio dispuesto a escuchar. Actuar, por lo tanto, significa recuperar espacios para la palabra dicha en los que podamos contar y escuchar.

Al final del cuento que citaba al principio de este texto Blancaflor ha pedido al príncipe (que no sabe que ella era su prometida y cree que es una criada de palacio) que le traiga una piedra de dolor y un cuchillo de amor. El príncipe, extrañado por estos objetos, se esconde para ver qué hace Blancaflor con ellos, y así escondido oye cómo Blancaflor habla con la piedra de dolor: 

“-Piedra de dolor, ¿no fui yo quien allanó la ladera, sembró el trigo, lo segó, lo molió y amasó el pan que el príncipe le llevó a mi padre?

Y la piedra contestó

-Sí, tú fuiste.

Ya el príncipe empezaba a recordar algo. Y siguió diciendo la hija del diablo:

-Piedra de dolor, ¿no fui yo quien plantó un campo de vides, y recogió la uva en un solo día pra que el príncipe se la llevara a mi padre?

Y la piedra contestó:

-Sí, tú fuiste.

El príncipe ya iba recordándolo todo.”

El príncipe, en el momento en el que escucha su propia historia, empieza a recordar qué vivió y y cuál es su historia, su amor; pero sobre todo empieza a recuperar la consciencia de sí mismo, a saber quién es. 

Quizás por eso parece cada día más necesario insistir en la recuperación de espacios para la palabra y el encuentro, momentos en los que podamos contar y contarnos, escuchar y escucharnos, tejiendo y destejiendo juntos, de este modo, la memoria común y, al mismo tiempo, la propia memoria individual.

 

 

Bibliografía consultada:
Antonio Rodríguez Almodóvar, Cuentos al amor de la lumbre, vol. I, Anaya
Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua española o castellana, ed. de Martín de Riquer, ed. Alta Fulla.

logo palabras del candil

tierraoral

LogoAeda

diseño de la web: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.   ::o::   ilustración de cabecero: Raquel Marín

Licencia Creative Commons Este web está bajo una Licencia Creative Commons.